He acompañado tus pasos, ahora erráticos, ahora decididos, a veces titubeantes. He compartido un café que la tía y Charo nos pusieron en la mesa.
He sentido tu sonrisa cómplice, desde un lugar, no importa desde donde ni porqué. He sentido como tus ojos me sonreían.
He caminado junto a ti, te he tomado de la mano. He dejado con cierto regocijo que mi vista se recreara en nuestra sombra, que se funde justo donde nos tomamos de la mano.

He querido que el tiempo compartido fuera mágico, siempre lo deseo, no siempre lo consigo me conformo con sentir tu mano en la mía.
He pagado peaje, he sentido tus golpes en mi pecho, he vuelto a sentir tu palma golpeando mi rostro, he visto como tus ojos se tornaban inhóspitos y ajenos al nosotras.
Quizá mañana tenga que volver a pagar peaje, lo haré, porque una sonrisa cómplice de segundos compensa las lágrimas que brotan como pago del peaje, aunque arañen mis mejillas como arena lanzada con rabia sobre el mar por el viento que arrastra las dunas.
La pena no tiene final. No es eterna, porque tiene principio, pero no tiene final. Y lo has contado: siempre están esas ráfagas de viento que lanzan furiosas la arena que araña. Contra el mar. Caro peaje. Completamente contigo. Aprendiendo tu pena.
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Ay Justo, son tantos los claroscuros que no sé por donde asir ni cuándo soltar.
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Mi vida, es que no se sabe. Solo tú, solo tu pena y tú. Menos mal que eres tú.
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