Comencé a dibujar cajones. El horror en recortes para cada uno. Colores brillantes y puros para esconder, encerrar y escapar.
Cerraduras fantásticas, con relieves y filigranas con las que embellecerlas. Cada una con su llave, cada horror con su belleza exterior.
Pues así sin querer escribir escribí, sin querer soltar solté, sin querer llorar lloré, sin abandonar abandoné.

De pronto al respirar sentí que el pecho ardía, creí que si dejaba todo, todo encerrado en cajones de nuevo, mitigaría o desaparecería la consciencia del pasado. La desesperanza.
Guardar cada cosa en su cajón se convirtió en una guerra, se entremezclaban los horrores con la belleza, el desánimo con la esperanza, la luz con las sombras más pegajosas.
Pues así he roto las cerraduras, las llaves, los cajones, todo vuela alrededor de mí. Roto, destrozado, violentado, desgarrado, dolorido.
Pues así sin querer abrir abrí, sin querer dibujar dibujé, sin querer borrar borré, sin querer comenzar comencé.
Y ahora, aquí me tenéis, descarnada, sin suelo, con un enorme agujero en el costado. Sospecho que nunca podré curarlo. No del todo. A veces sangra cuando lloro, cuando el recuerdo duele. Cuando grito en silencio porque nadie quiso escucharme. Porqué cuando hablé solo dijo calla, no digas nada.
Ahora ante mí, la verdad, desnudada.
Y ¿cómo se vuelve a la vida? Porque la vida está. Y hay que tomarla. Pero ¿cómo se vuelve? Sea como fuere, no te culpes por ello. Aquí no hay culpa. Ha solo vida. Y hay que tomarla.
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