Llorosa y cansada me leventé de la cama, camine descalza y a oscuras, bebí agua y me asomé por la ventana del salón. Las calles silenciosas y vacias, las ventanas abiertas amenazantes, silenciosas y quietas.
Regresé despacio a la cama, las gatas se recolocaron al rededor de mi cuerpo, mientras, resignada, busqué el modo de intentar recuperar la serenidad.
Cuando sentí que por fin me llegaba un hálito de paz desperté empapada, rígida y atenazada de dolor. Sospecho, por la mirada sorprendida de las gatas, que quizá quise dejar de respirar y acompañar a los delfines, como Mayhol
